Nosotros que nos quisimos tanto

"Y si me va mal, me divorcio". Ese pensamiento impronunciable en tiempos de nuestros abuelos, e incluso de nuestros padres si es que ya se superaron la base tres y medio, ahora es materia común. Eso de que el matrimonio es para siempre y lo que Dios ha unido, que no lo separa el hombre, ya no va. Cosas de la modernidad, dicen. 


Hay personas civilizadas que llegan al acuerdo que el divorcio es lo mejor, lo más juicioso y justo, ya que nadie nace para mártir y las cosas o nunca funcionaron, pero no nos dimos cuenta, o ya no dan para más. Sin embargo, abunda la gente que relaciona divorcio con una declaratoria de guerra, en la que quien se lleva más bienes y la tutela de los hijos es quien gana. El ejemplo más claro es material para todos los programas de espectáculos y titular de los diarios chicha del país. Jefferson Farfán y Melissa Klug se están sacando los ojos, y se olvidaron de ese amor que se profesaron en algún momento.

Realmente desconozco los detalles, sólo se lo que la mayoría de personas escuchamos por casualidad, que él le está ofreciendo varios miles de dólares como indemnización, más otros miles para los gastos de los hijos, pero la señora dice no, y exige la mitad de lo que él ganaría jugando en un club deportivo de Dubai, lo cual la aseguraría de por vida. Juicios más, juicios menos, el trasfondo es que la separación de estos dos personajes es un negocio redondo para ellos, para las columnas de espectáculos en el medio que sea, que se desviven por una primicia, para las marcas que auspician a ambos. Y mientras sus bolsillos se engordan unos cuantos cuerdos comprendemos que estas dos personas tienen todo, menos una separación civilizada.

Eso de que del odio al amor hay solo una paso, ¿también juega en vicecersa?, ¿puedes odiar con el alma a quien amaste con todos tus sentidos?, ¿el tamaño del amor es equivalente al del odio? Vamos por partes. Primero, el divorcio es una consecuencia, fatídica, triste, deprimente, dolorosa, pero bien pensada porque la relación ya no va más. O sea, al inicio, como siempre, todo fue bonito, besitos, abracitos, detallitos, que maravillosa la vida que nos juntó. Y todo es tan bonito que esa parejita que derrocha miel decide casarse con toda la pompa que un acontecimiento así merece.

Con el correr del tiempo y la rutina rondando ya las cosas no son tan perfectas. Y, claro, amos sabían que tenían defectos, los dos por igual, pero como son optimistas piensan que pueden lidiar con ellos, o mejor todavía, tolerarlos y llegar a encariñarse con las medias sucias regadas por toda la casa, las luces encendidas, los platos que no se lavan solos, los horarios jamás respetados cuando juego mi pichanga o me voy de shopping y un largo etcétera.   



Pero no, ya no soportas tanta desconsideración, él no resiste tanta presión, ella se da cuenta que el matrimonio en realidad es una responsabilidad que no tiene por qué asumir, o de repente una tercera, o tercero aparece en el cuento, un miembro de la parejita cede a la tentación y se desbarata todo, o cientos de razones más y deciden por mutuo acuerdo, o a solas, imaginando que la otra persona que te pareció tan compatible en un primer momento piensa igual,  que lo mejor es el divorcio.

Obvio, un divorcio no es fácil, porque sea por lo motivos que sean es interpretado como un fracaso rotundo, un naufragio de proporciones titánicas, una situación que te deja sin aliento, con muchos remordimientos y un corazón hecho poco menos que polvo. Te equivocaste y te equivocaste mal. Pero como el divorcio es el fin de un matrimonio, y esta sagrada relación es cosa de dos, los dos tuvieron error tras error. Y todas las equivocaciones de él, o de ella, son contemplados, remembrados y reconstruidos al milímetro cuando, tras la negación y la culpa llega la ira. Y esa ira, siempre insana, te lleva a la cuenta de que todo lo ocurrido es culpa del sinvergüenza ese que elegiste como esposo en un arranque de insensatez.

En teoría, la ira precede a la resignación, para luego de pasar unas breves vacaciones en nostalgilandia, empieces a reconstruir. Sin embargo, hay algunos que hacen todo el proceso con la cólera en la mochila, haciéndote a la idea de que todo este trance tan complicado fue culpa del otro, y tú eres una víctima, pobrecita. Le pones la cruz del odio, te juras que jamás vas a perdonarle todo el daño que te ha hecho y armas una versión oficial de tu divorcio, en la cual tu eres la buena a la que agarraron de tonta y él, un sacavueltero, mentiroso, maricón, y un montón de defectos más. Reales o inventados es lo de menos.

¿Por qué tanto odio? Porque esa persona en el fondo no lo supera y es mucho más sencillo no extrañar a alguien a quien se odia. Es decir, conviene imaginar que lo odias y olvidarte de él, a aceptar que lo extrañas porque tanto amor (que se supone debió existir si decides compartir tu vida con alguien) no se borra de un plumazo. Es ahí donde el divorcio se convierte en una guerra civil, sacando de quicio a los abogados, jueces, conciliadores y por supuesto, tus amigos incondicionales que se preguntan en qué momento el amor se convirtió en odio, o se muerden la lengua para no lanzarte un fulminante te lo dije,


Imaginemos que él, el culpable, cede y ella, la víctima, sale ganando al quedarse con la casa que compraron con esfuerzo e ilusión, las tres cuartas partes del sueldo de él, el auto donde paseaban felices y hasta el perro que adoptaron en el albergue más cercano a su casa. Lastimosamente ese jugoso negocio llamado divorcio nunca te devolverá el cariño, paciencia, tolerancia, tiempo y amor invertido. Esa es otra razón para odiarlo. La frustración y la ira no son una buena combinación.

El divorcio es el ejemplo más extremo, palpable e ilustrativo de un amor que dejó de andar y se convirtió en odio, pero en las relaciones de semanas, meses o años también sucede y así dos personas que se quisieron muchísimo en un momento que no es este, hoy por hoy no pueden verse. Y es que es difícil conservar al menos la amistad de una persona a quien hace dos, cinco, diez meses, o años atrás llamabas osito, muñequito, cuchi o demás apelativos que uno dice cuando babea por el otro. Pero es lo más civilizado, y es cuestión de madurez y tiempo. Estos dos elementos si son una buena combinación.

Canción para poner fin a una relación... Definitivamente esta canción es precisa, porque una relación puede ser tan intensa que te mimetizas con la otra persona. Al final llegas a la conclusión de que con la separación salen ganando los dos, tienes que volver a ser tú, y la pregunta es que hacer con los recuerdos y cómo se reparten los amigos


Y ya que hablamos de los amores que dejaron de andar, conviene escuchar lo que canta al respecto Mar de Copas


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